[…] Siempre me destrozaba el corazón ver a mamá llorar, y a papá no lo había visto llorar nunca, ni tan siquiera cuando la muerte súbita de mi hermana, en la cuna. Los recuerdo al lado del ataúd pequeño y blanco, mamá deshecha en lágrimas y papá con los ojos enrojecidos. Ahora, mientras limpiaba los labios muertos de Toni, aún me justificaba pensando una y otra vez que lo que en definitiva hacíamos era, únicamente, retrasar un poco el instante de enfrentarnos con la verdad. Fue en el momento en que papá se dirigió a él con naturalidad aparente –“Me parece que has bebido demasiado, Toni”- cuando entendía que no tenían prisa alguna por aceptar la evidencia y que aquel “me parece que has bebido demasiado, Toni” me lo dirigía más a mí que a Toni, que ya no lo podía oír, ni lo podría oír nunca más. Por eso accedí a su súplica silenciosa y, para ayudarlos a simular aquella fantasía confortable, de repente me puse en pie, cogí a Toni por los sobacos y lo levanté de la silla mientras le decía: “Venga, vamos, te acompañaré a la cama. Has comido demasiado”.
Cambié la recriminación de la bebida por la de la comida porque consideré que, incluso inconscientemente, papá y mamá agradecerían que no lo tildase de borracho en aquella última ocasión. La verdad, además, es que apenas había bebido media copa de champán y, en cambio, se había comido la sopa, había repetido de cocido y, dos veces, de pollo relleno, y si no había empezado a atacar simultáneamente los barquillos y el turrón era porque de repente se había quedado seco. Con mi brazo derecho por detrás de su espalda, hasta el sobaco por donde le sujetaba, y su izquierdo alrededor de mi cuello y sujetándole la mano para que no se cayese, lo llevé a la habitación que compartíamos. Lo senté en una silla, con la cabeza sobre el escritorio, dudando si debía pasar por el trance de desnudarlo y ponerle el pijama. Pero era evidente que debía pasar por él si de lo que se trataba era de simular con un poco de coherencia que todo continuaba como si tal cosa. Si le metía en la cama vestido, no podríamos aparentar que no había pasado nada. Así pues, me apliqué con toda la inexperiencia de la primera vez. Sólo quien ha vestido o desnudado a un muerto sabe lo difícil que es, porque todos y cada uno de los miembros coinciden en tener lo que, con toda lógica, se denomina peso muerto, y cuando crees que por fin has metido un brazo por una manga, todo el cuerpo se decanta hacia el otro lado y tienes que calzarlo como sea –con tu pecho, la pierna, la espalda- y seguir adelante: la otra manga, la pernera derecha, la pernera izquierda…
Salí de la habitación sudando. En el comedor me esperaban papá y mamá, con cara ansiosa, suplicándome con los ojos que no les deshiciese aún el engaño. “Se ha quedado dormido enseguida”, dije. Respiraron aliviados. “Eso es que ha comido demasiado”, dijo mamá, excesivamente tensa para improvisar una opinión nueva. “Y ha bebido demasiado. ¡Una botella de champán os habéis bebido entre los dos!” Era papá quien exageraba. “Si ahora duerme, después se encontrará mejor”, dijo mamá. “Pero se despertará a la hora de ir a dormir y entonces por la noche no dormirá”, se quejaba papá. “¿Y qué?”, decía mamá, “lo importante es que ahora duerma”.
DESCANSO DOMINICAL - Otro punto de vista -
Hace 3 años
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