[…] Papá trabajaba en una tienda de taxidermia de la plaza Reial; era un buen padre y un buen marido, y no tenía ningún vicio, a excepción de una enorme caja de madera que escondía en el armario, con revistas de señoras desnudas y con la entrepierna difuminada, cerrada con un candado que mi hermano y yo abríamos cuando nos dejaban solos en casa. Por las tardes, mamá llevaba la contabilidad de una pequeña empresa de construcción. No éramos la foto de familia feliz que sale en los anuncios de cocinas y frigoríficos, pero tampoco nos ahogaba la depresión. Vivíamos al día y no ahorrábamos mucho porque nuestros estudios y la hipoteca del piso devoraban los dos sueldos. Al cine no íbamos nunca. Como gran desembolso semanal, cada sábado papá compraba el diario deportivo para informarse de los partidos que se jugaban ese fin de semana. Compraba el del sábado porque así tenía dos días para leerlo de cabo a rabo; comprar el del domingo le parecía un dispendio exagerado si sólo tenía un día para leerlo. El domingo veíamos siempre el partido que daban por la tele, fuese el que fuese y aunque los equipos nos cayesen tan lejos que nos costase incluso situarlos en el mapa. Cuando me llegó la adolescencia, los sábados y los domingos mamá insistía en que saliese con amigos; no quería que fuese lo que ella llamaba un “niño de piso”. “Encerrado todo el día en casa no tendrás nunca amigos; ni encontrarás ninguna chica que se case contigo.” Mi hermano, dos años más pequeño que yo, se reía; le hacía gracia eso de las chicas y de casarse. Yo prefería quedarme en casa, viendo con papá los partidos de fútbol de la tele.
Lo de Toni fue justo después que mamá hubiese llevado a la mesa la fuente con el turrón y los barquillos. Nos habíamos comido la sopa, el cocido y el pollo relleno, y de repente, como si fuese lo más normal del mundo, la cabeza de mi hermano se decantó hacia delante, muy despacio, hasta clavar la cara en el plato de turrón. Papá y mamá se quedaron helados. Con sólo tocarlos se hubiesen resquebrajado hasta hacerse añicos. Los vi tan incapaces de reaccionar que, en una crítica milésima de segundo, decidí hacer, yo también, como si no me diese cuenta. De hecho no le miraban: miraban la mesa, justo al frente, forzando la vista para no verlo, tan indefensos que, para que no sufriesen, al menos de momento, pasé la mano por la espalda de Toni y, para enderezarle el torso, le estiré el cuello del jersey. Como toda esta actividad necesitaba una justificación que la hiciese mínimamente verosímil, cogí la servilleta y le limpié los labios. Era un momento de trámite, porque, en cuanto quisiésemos, podríamos volver atrás: cualquiera de los tres –papá, mamá o yo- podía echarse a llorar y proclamar a los otros dos la verdad evidente. Pero nadie se atrevía. Seguro que ninguno de los tres pensaba en aquel momento que la intención fuese negar que hubiese muerto. Los tres –yo con aquel tirón del cuello y aquel pasarle el brazo por la espalda mientras le limpiaba los labios; ellos haciendo como que no se daban cuenta– pretendíamos, a lo sumo, retrasar el momento de las prisas y los llantos.
DESCANSO DOMINICAL - Otro punto de vista -
Hace 3 años
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