Cuánta razón tenían cuando me decían: "Tiempo al tiempo".
Era una sensación de impotencia, de rabia, de sentirse inservible... Pero que razón tenían, repito.
¿Cuántas veces habeis oído la omnipresente: "Cuando seas mayor ya lo entenderás, hijo"?.
Al alba de cualquier día de otoño, contra la pared de las fotos
que invocan mi irónica inocencia, se oyen los gemidos quejumbrosos
de todas las caras impresas sobre papel siendo acribilladas
por los haces de intensa luz que se cuelan por la persiana agujereada.
Inmediatamente después de un fino pestañeo, cierro con fuerza los ojos
incluso llegando a ponerme la mano en forma de venda. Acto reflejo.
Por primera vez en mi vida -qué arriesgado es afirmar esto- he abierto los ojos.
Esto provocó algunas quemaduras en mi retina que ahora se traducen
en los puntos ciegos de los que tanto os gusta reprocharme.
Intangiblemente, nos acostumbramos a la luz de la verdad de a poco.
El tiempo pasa, los años suman, la madurez hace alarde de su verbo;
y yo despierto.
Ahora, mamá... ahora llegó mi momento.
Ahora, papá... ahora es cuando ya lo entiendo.
Ahora -casi exclusivamente- veo la otra cara de las cosas.
Ahora, lo que evitábais por salvaguardar mi incipiente moral quinceañera.
Ahora el cemento de mis opiniones va fraguando, ya dejó de ser líquido y cambiante.
Ahora va siendo rígido y homogéneo.
Y aún así, mi torre se tambalea.
Y se derrumbaría si no fuese por los dos pilares que la crearon.
Magníficos arquitectos de mi conciencia,
magníficos programadores de mi conocimiento,
magníficos jardineros de mi cultura,
magníficos bomberos de mi desesperación,
magníficos dioses de su creación.
Hoy era el día para deciros que si estoy aquí es por vosotros,
incluso cuando ya no esté aquí, también será por vosotros.
Ya me habeis abierto los ojos, ahora cerradme la boca...
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