Miseria. Suspense. Debacle. Desdicha... Vuelan las hojas de la estación marchita a mi alrededor. Los niños ya sólo colorean con los lápices de color marrón y gris. Tiempos de frío se acercan sigilosamente para llevarse lo que llevan buscando hace ya muchos otoños. Yo, impregnado de irregularidad, estaba nervioso por el encuentro inminente; le espero sentado en el mismo lugar donde le he esperado año tras año. Los árboles que me rodean se rinden al azote del viento y dejan caer sus brazos, las nubes en la confusión del tumulto, bajan a ver qué sucede...
Un señor poco llamativo, aunque de aspecto dudoso, sale entre la bruma dejando de tras de sí una estela pomposa de misterio. Me asusté, pero inmediatamente reconocí el perfil del sombrero que llevaba puesto, tan perfectamente calzado en su cabeza que parecía una prolongación de él mismo. Él, muy educado como siempre, me pide permiso y se sienta a mi lado después de recibir mi aceptación. Me ofrece un cigarrillo –la conversación va para largo-, el cuál rechazo. Mientras dejo caer la mirada al suelo. Nos quedamos sentados en un silencio cómodo, signo de ser viejos conocidos, viendo siluetas perdidas en la inmensidad del suburbio. Sentía que la primera palabra iba a salir de su boca pero sale la mía al mismo tiempo, formando un amasijo de ruido que forma una única palabra al unísono. No entendemos ninguna de las dos, volvemos a enmudecer. El humo de su cigarro se pierde en el velo de inseguridad que me envuelve, se fusiona con las nubes que no me permiten ver la salida, la puerta de atrás.
Finalmente, apoya su mano sobre mi hombro y al oído sentencia: “Lo siento, llegó la hora”. Shock. Nudo en la garganta. Pulso enloquecido. Pupilas dilatadas. Una vez más, como si de un ciclo se tratara, oí el silencio que quise enmudecer por mucho tiempo, el silencio interior que a gritos me decía el por qué de nuestro encuentro no casual. Pensé que era el fin, estaba en una situación de stand by por lo que el hombre del sombrero había pronunciado; por aquella frase que soltó pensando que ya la tenía asumida, que ya estaba concienzado de ello, que no había vuelta atrás. -“No me hagás esto, me lo llevás haciendo año tras año desde que tengo uso de razón... ¿por qué sos tan injusto? ¿Por qué siempre crees que llevás la verdad por delante, por qué sos tan orgulloso, arrogante e insolente; pero al mismo tiempo te aprecio tanto?”- Dije apresurado. Inmediatamente soltó una carcajada con desparpajo. Movía los hombros al son de su risa para hacerme entender el énfasis del alarido. Se quita el sombrero en señal de cansancio y continúa la conversación.
El diálogo sigue el curso de lo previsto, un monólogo dual de horas y horas que se consumen al ritmo de su cigarrillo. Todo llega a su fin y parecía que el encuentro también. Sin embargo, mi cuerpo, ya a la deriva por el oleaje de sus palabras, le increpó con esa fe estúpida que tenemos los seres humanos en las situaciones más críticas: “¿Algún día vas a volver?. Ya sabes, a por mi y esas cosas..." – Cuestioné. La figura errante me contestó al mismo tiempo que se rascaba la barba sabia: “Tiempo al tiempo, jóven aprendiz. No quieras aprender tan rápido. Que si estás sufriendo por hacer honor a mi nombre, sabés que acá sólo hay un culpable, y ése... sos vos”. Me di cuenta al instante de lo que me quiso decir. Sobraron las palabras...
-“Por lo menos dejame algo, sé que la culpa es mía pero yo también soy orgulloso y tentativo. Pinta un otoño muy crudo en el que va a reinar la soledad. Lo sé, hágame caso, he pasado antes por esto”- Supliqué. Se quedó recapacitando unos instantes sobre la resolución de todo cuanto sucedió... y finalmente con voz ronca respondió: “Sinceramente, espero no volver a verte pronto. Nos reunimos con demasiada frecuencia. Y lo peor de todo, es que esto no te beneficia, siempre acaba en tragedia”. Percibí un tacto a desconcierto en la humedad del aire. Me desorienté. Creí por un momento que estaba hablando con la persona equivocada, no fui capaz de entender esa respuesta...
¿Con quién estaba hablando?.
Un perro que por allí pasaba, se dejó seducir por el hedor a derrota y miedo que un inservible como yo desprendía. Sólo encuentro desencuentros.
Finalmente, y sin preguntarme, se quitó la bufanda que llevaba puesta. Una bufanda del color del atardecer, de un color tan especial como elegante. El perfume lo definía perfectamente a él, fragancia de seriedad y respeto. En forma de despedida dijo: “Te dejo esta bufanda, prenda indispensable en mi vestuario. Cuidála. A su tiempo sabrás para qué te la di; ahora simplemente utilizála como refugio para pasar este otoño cruel...” – Con mimo, como si de algo místico se tratara, la tomé en mis manos mientras observaba como aquel hombre, después de volver a calzarse el sombrero, con buen porte y pasos silenciosos, se alejaba por el mismo camino por el que había venido a mi encuentro.
Casi ya perdido en el espesor de la niebla, me di cuenta de un detalle que captó toda mi atención. Salí apresurado detrás del sendero de aquel hombre, gritando como un loco para decirle que se dejaba algo atrás, una tarjeta. Ya, hablando en soliloquio -no escuché más que la voz de mi eco tiritante en las fachadas de los edificios que me abrazaban- me agaché y levanté del suelo la tarjeta personal que ya no tenía dueño. Sentí la curiosidad de un niño pequeño de saber qué era o a quién pertenecía. Ahí concebí todo, entendí sobresaltado con quién había estado hablando. Me equivoqué, sin duda.
Minuciosamente escrito con caligrafía pulcra e infantil, la tarjeta dejaba entrever la palabra “Desamor".
Ahora angustiado, comprendo. Ahora y más que nunca, entiendo la razón que tenían cada una de sus palabras. También, desgraciadamente comprendí por qué su bufanda me abrigó tanto durante todo aquel otoño.
En cada momento feliz de mi vida siento que hay una bufanda asfixiándome.
Desilaché la tela y comencé a tejer mi propia bufanda como hace tiempo me enseñó mi abuela, con el mejor punto que conozco, el punto de esperanza.
Y mientras tanto, empieza un otoño más, cruel y solitario como todos los anteriores. Sin embargo, esta vez no... No, esta vez no. No te espero sentado en el mismo lugar de siempre.
Hoy no me busques porque no me encontrarás.
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